¿Quién salva a quién?
A veces los humanos —no todos, pero algunos como yo— vivimos con la sensación de no encajar ni siquiera en nuestro propio cuerpo. Ayudamos al prójimo como si con cada gesto dejamos un pedacito del corazón y, al hacerlo, aliviamos el peso que cargamos.
Somos seres que sueñan con el cielo, pero permanecemos anclados a la tierra por un mandato extraño, de sangre, que a veces parece celestial y otras veces un destellodel infierno. Y entonces, un día, la vida —o Dios, o un ángel— decide enviarnos compañeros a la altura de esa existencia.
Lo vi con mis propios ojos: un perrito abandonado en plena avenida, rodeado de autos, en peligro, temblando de miedo. Yo creía que lo estaba rescatando. Corrí tras él, intenté calmarlo, pero no escuchaba. Era un reflejo de mí misma cuando me pierdo entre la desolación y el orgullo.
Al fin lo alcancé y descubrí la verdad: aquel perrito, al que habían bajado de un auto como si su vida no valiera nada, era ciego y casi sordo. Lo llevé en brazos, agitada, convencida de que lo había salvado. “Lo rescaté”, pensé. Pero estaba equivocada.No era yo quien lo salvaba. Era él quien había venido a rescatarme a mí.
Esos ángeles perrunos llegan para mostrarnos lo que somos y lo que escondemos. Yo le puse nombre: El Greñas. Y en ese gesto simple, sin saberlo, le entregué también mis fragilidades.
Cuando cumplen con su misión, se marchan. Y quedamos desolados. Lloramos como nunca lloramos por nosotros mismos. Porque ellos logran lo imposible: nos bajan la guardia, nos muestran sin armaduras, nos dejan ser débiles La gente dice: “Ya tendrás otro perro, ya está en el cielo de los perritos”. Pero no entienden. Lloramos porque para esos ángeles éramos especiales. Porque conocieron nuestra oscuridad y nunca retrocedieron. Porque nos devolvieron lágrimas de amor que jamás habíamos derramado por nosotros.
Por Andrea Elvira Abrigo.