En un barrio donde los neones iluminan calles polvorientas y los techos parecían competir por ver quién resistía más, existían dos bandos que parecían salidos de un cuento:Los Polenteros, con delantales manchados de harina, manos ásperas de tanto trabajar y ojos brillantes de astucia, caminaban por las calles como si fueran dueños del tiempo. Siempre tenían un truco bajo la manga: harina que caía en el piso justo cuando alguien resbalaba, un silbido que anunciaba que venía el colectivo, o una bandeja de polenta caliente que más de un distraído terminaba usando como casco.Los Motosierra, con botas relucientes y guantes impecables, parecían cortar todo con precisión quirúrgica… aunque a veces olvidaban que cortar el aire no sirve para nada.Su hinchada, con bufandas y gorros enredados entre sí, gritaba consignas mientras algunos terminaban como muñecos de carnaval, abrazados a su propia bufanda.
Acusaban al presidente del club de chorro, pero no se daban cuenta de que en su propio equipo había más de un picarón cobrando horas que nunca trabajó y escondiéndose detrás de un café humeante.Mientras tanto, los presidentes de cada club se movían como personajes decaricatura: el del Polentero con un delantal enorme, un sombrero ridículo y un mapa donde marcaba cada resbalón posible; el de los Motosierra con botas que hacían “clac-clac” y un tablero lleno de madera y post-its, planeando cortes imposibles y estrategias imposibles de recordar.
Cada plan era más disparatado que el anterior: se mezclaban polentas, planos de la ciudad y alguna que otra brújula que nadie sabía cómo funcionaba.Cada esquina, taller, colectivo y feria era una cancha improvisada. Los Polenteros cocinaban sus victorias con paciencia, picardía… y algún que otro resbalón que provocaba risas incluso en los Motosierra. Los Motosierra cortaban y movían piezas, dejando a todos boquiabiertos… y alguna que otra madera en el zapato de los distraído
La razón nunca estaba de un solo lado. Se escondía en los murmullos del barrio, en los pagos que nunca llegaron, en los errores graciosos y en los gestos pequeños de quienes luchan por vivir con dignidad. Nadie tenía toda la verdad, y quizá esa era laúnica: en los barrios donde se juega de verdad, la victoria más clara es la que se gana con esfuerzo, picardía, humor y un poco de caos controlado, aun sabiendo que todos meten la mano en el mismo bolsillo.Y aunque este clásico terminó, todavía les quedan partidos por jugar, vienen más encuentros y, en unos meses, el clásico más importante promete poner a prueba a cada hinchada como nunca antes.
Todos saben que se juega el todo por el todo… con resbalones, risas, cortes inesperados y estrategias que solo los presidentes más locos podrían imaginar.
Por Andrea Elvira Abrigo.